Introducción
Son múltiples las puertas que a diario se abren para la psicología, donde el papel disciplinar debe permitir contemplar diferentes horizontes de gestión, apropiación y en especial participación de espacios y oportunidades. Este artículo muestra un proceso de investigación y de vivencias que fortalecieron una oportunidad diferente desde los aprendizajes construidos en el tiempo de formación académica.
Es importante partir de una aclaración que fortalece la comprensión del proceso desarrollado. Durante el trayecto de la investigación se compartió con comunidades de sentido, que comúnmente han sido etiquetadas y conocidas con el nombre de “tribus urbanas”, pero que hoy se reconocen como comunidades de sentido, partiendo del principio de que son colectivos de gestión y participación, que aportan a sus propios contextos y a la sociedad en general.
De este modo, las comunidades de sentido, como menciona Maffesoli (1988), son una “proxemia” que implica un comportamiento relacional de la vida social, viendo al hombre en una relación no solo interindividual, sino ligada a un espacio territorial, lo que lleva a la conformación de un nosotros. Se apoya en lo mencionado por Castells (1971) al referirse a la agrupación del individuo en organizaciones que generen un sentido de pertenencia, identidad cultural y comunal.
Avanzando un paso más allá del propio accionar de las comunidades, es pertinente el interés por el marco conceptual con el que se puede abarcar esta dinámica: el interaccionismo simbólico. Así, se parte de una interacción donde las acciones no se encuentran fijas y bajo un principio de burocracia, sino donde las condiciones y definiciones se construyen de forma colectiva y recíproca. Gergen (1996) presenta una propuesta emergente, con la cual rompe con diferentes esquemas de la psicología clásica, en que la comprensión propia del conocimiento parte de la construcción que se pueda dar en las prácticas sociales.
Para Gergen (1996), en la medida en que el diálogo siga y las construcciones continúen abiertas, los significados llegan a ser compartidos o asimilados y de esta forma los modos de vida de los demás. El yo es entendido como una narración que se hace inteligible en el seno de las relaciones vigentes, un relato de historias que contribuyen a que el ser humano sea inteligible hacia él mismo y hacia los otros.
Las narraciones hacen que los hechos sean visibles para otros y establecen expectativas sobre acontecimientos futuros; de esta forma se determina que el relato no pertenece a un sujeto particular sino que es producido en el seno del intercambio social. El proceso de autonarración se refiere a la explicación que el sujeto da a las relaciones entre sus acontecimientos; gracias a aquel, las vivencias adquirirán un sentido; se considera como una forma social de dar cuenta de sí mismo, es un discurso social. La narración permite las construcciones abiertas donde los recursos culturales cumplen propósitos como la autoidentificación, la autojustificación y la autocrítica. Las formas de la narrativa están determinadas histórica y culturalmente, permitiendo la identificación de los sujetos a partir de las relaciones (Bravo Urzúa, 2002).
Partiendo de un principio en el cual las interrelaciones aparecen bajo un marco de construcción colectiva, es interesante mencionar el papel de las redes de movimientos donde, como menciona Melucci (2001), se generan pequeños grupos en la vida cotidiana que exigen implicación personal en la creación de modelos culturales que emergen solamente en relación con problemas específicos; el segundo, las acciones visibles: los grupos pequeños emergen para enfrentarse a una autoridad política, elites, gobernantes, mediante demandas que generan conflicto por el manejo de recursos y la toma de decisiones. La movilización opera cuando la participación de las comunidades se presenta si su cultura es conducida a la acción colectiva y si la perspectiva de ese movimiento es considerada legítima y aceptable dentro de la misma. Este es el resultado de procesos de aprendizaje, fortalecimiento de la identidad colectiva, de vínculos, “reclutamiento” de miembros, replanteamiento de acciones y fines (Duque Daza, 2001).
Por otro lado, y dentro de la propia comprensión del accionar, es importante dar espacio a la interdisciplinariedad, fortaleciendo la dinámica, con la comprensión de la semiología del accionar, como menciona Barthes (1967a), donde todo el arte del autor consiste en dar al objeto “estar ahí” y en arrebatar un “ser algo”.
Los signos, por ende, implican tres tipos de relaciones. En primera instancia, se parte de una relación interior, uniendo el significado con el significante, seguida de dos relaciones exteriores. En la primera se habla de un signo que está relacionado con otros; la segunda es actual, los une con lo que le precede. De este modo, y partiendo de la primera instancia, se puede hacer referencia a un símbolo, el cual en un inicio va a estar plasmado, pero tendrá diferentes comprensiones e impresiones en quienes lo observan, fundamentándose en componentes culturales y emocionales. Otro factor importante parte de la memoria del observador (Barthes, 1967b).
Dentro de esta contextualización teórica, es puntual mencionar que este proyecto se centró en trabajar con dos comunidades de sentido en la ciudad de Bogotá (metaleros y hip hoppers), a fin de comprender las representaciones sociales que se generan a partir de diferentes manifestaciones artísticas y el impacto que pueden tener en los ámbitos socio-político y cultural. |