Una invención moderna
Identidad, persona, mente, sujeto, conciencia, albedrío, ciudadano, alma, voluntad: vocablos que enuncian los valores irrenunciables de todas las comunidades de sentido que se dicen a sí mismas modernas. Se trate de la producción poética, del rapto erótico, de la responsabilidad jurídica, de la inventiva intelectual, o de la redención divina, Occidente ha puesto al individuo en el centro del escenario. Es él quien crea, ama, contrata, teoriza, peca. Sobre su actividad, que es en gran medida discreta, pensamiento o sentimiento, se hace recaer así la estabilidad como el dinamismo del mundo social en el marco de los estados-nación contemporáneos.
Es lo que somos, nuestra manera de concebir e interpretar la realidad. Somos ese único, indivisible y bien diferenciado Yo al que corresponden nuestro nombre, nuestra firma, nuestro número de cédula, nuestra biografía documentada por tantos registros; la historia clínica, el pasado judicial, los resultados de las pruebas psicológicas, el extracto bancario, la actividad en Facebook.
Pero a pesar de su inmediata evidencia no se trata de una propiedad inmanente de la condición humana. Aunque esa configuración cultural llamada Occidente se haya extendido en las últimas centurias hasta cubrir casi toda la extensión del mundo habitado y en el proceso haya desmantelado las versiones divergentes que encontraba a su paso, en sus márgenes perviven vestigios que recuerdan que la nuestra es sólo una forma entre muchas otras posibles de la experiencia humana: “la concepción occidental de la persona como un delimitado, único, más o menos integrado universo motivacional y cognitivo, un centro dinámico de consciencia, emoción, juicio y acción, organizado dentro de una totalidad distintiva y opuesto tanto a otras totalidades similares como al entorno social y natural es, por extraño que nos parezca, una idea bastante peculiar en el contexto de las culturas del mundo” (Geertz, 1979: 229; citado en Rose, 1998).
El individuo, que es cada uno de nosotros, es una original producción de la modernidad, cuya genealogía puede rastrearse a lo largo del curso de ésta, labor adelantada por Michel Foucault, quien gracias a ello puede advertir que “…el individuo apareció dentro de un sistema político porque la singularidad somática, en virtud de los mecanismos disciplinarios, se convirtió en portadora de la función sujeto. El individuo se constituyó en la medida en que la vigilancia ininterrumpida, la escritura continua y el castigo virtual dieron marco a ese cuerpo así sojuzgado y le extrajeron una psique” (Foucault, 2005: 78).
El individuo moderno es el producto de una serie de prácticas de control –el poder disciplinario– ejercidas sobre los cuerpos individuales que hicieron de éstas el locus de las acciones gubernamentales, la contraparte de fábricas, cuarteles, presidios, manicomios, escuelas, instituciones que fueron integrándose en la red cada vez más densa, complicada y minuciosa del Estado-Nación y que en el proceso definieron formas de encauzar los cuerpos, de sujetarlos, de convertirlos en sujetos. Las individualidades somáticas se hicieron así superficie para las inscripciones que los demarcaban, diferenciaban e individualizaban, proyectando a partir de ellos esa virtualidad de la acción definida como psique. Del ejercicio de este poder de disciplina sobre los cuerpos individuales emergió el individuo moderno.
Surgieron también los saberes que tratan de definir ese sujeto: “Las ciencias del hombre, tomadas en todo caso como ciencias del individuo, no son más que el efecto de toda esta serie de procedimientos” (Ibíd.). La cúspide de la constitución del poder disciplinario fue la aparición de discursos científicos que codificaban su ejercicio en términos de los individuos que tal poder definía. A la psicología correspondió el objeto por excelencia; el individuo en tanto que individuo. Su fin, no declarado, sería el de mantener, endurecer la individualidad; todas sus producciones teóricas, todos sus desarrollos técnicos habrían de contribuir a remachar la función sujeto en la individualidad somática, a la vez que sustraía esta operación de cualquier cuestionamiento.
No es casual que los primeros esbozos de psicología científica, de la frenología a la psicofísica, partieran de establecer el asiento en el cuerpo de las funciones psíquicas. Fue esa otra razón para que la psicología se concibiera a sí misma más como ciencia de la naturaleza que como ciencia del espíritu. La psicología no podría proponerse como ciencia social o histórica, pues la delimitación del individuo en tanto que tal, se sustentaba en anclar toda la virtualidad de su acción en la individualidad somática, aislándolo, por lo tanto, de la sociedad; la psicología entonces debía asumir la función de “lo que separa a los individuos entre ellos, lo que rompe los lazos con los otros, lo que rompe con la vida comunitaria, y fuerza al individuo a volver sobre sí mismo y lo ata a su propia identidad de forma constrictiva” (Foucault, 1988: 7). |