Históricamente Colombia ha vivido inmersa en una economía en la que el desempleo ha sido una realidad crítica; un ejemplo es que el desempleo abierto pasó del 7,8% en 1993 al 20% en 1999 (Los de abajo, 2000), es decir, que tres millones de personas no se encuentran laborando o, por el contrario, están en condiciones laborales precarias, trabajando más de 12 horas, recurriendo al trabajo informal, y en muchos casos sin las condiciones mínimas de seguridad social, lo cual muestra un panorama oscuro para los ciudadanos.
El gobierno, buscando mantener una tasa de desempleo “adecuada”, ha desarrollado diferentes estrategias, como las implementadas en el marco del neoliberalismo; su propuesta de desarrollo continuo justificó la apertura económica y flexibilización laboral y, lo que es más preocupante, hubo un crecimiento económico centrado únicamente en el 3% de la población más rica mientras que el resto de la población sigue viviendo una crisis del empleo.
A partir de los años noventa la apertura económica influye significativamente en el empleo, ya que las empresas pasan de una estructura de producción interna hacia una producción transnacional. En este marco, se abandona la política industrial y agropecuaria y se adopta una política de exportación, la cual únicamente beneficiaría a las empresas que tienen la capacidad de crear alianzas y dominar los mercados financieros, y excluye a los pequeños productores. Esto llevó a que el trabajo laboral formal y el empleo productivo tendieran a reducirse significativamente y por ende las actividades de rebusque o informalidad como el comercio callejero y de servicios comunitarios, personales y sociales aumentaron llegando a un 54% (Los de abajo, 2000). Durante este período se crea la Ley 50, amparada en la idea de flexibilizar el trabajo para aumentar la competitividad y la productividad, con la cual se aumentan las causales para despido colectivo, lo cual ocasionó que los costos laborales disminuyeran a costa del agravamiento de la problemática del desempleo. Así, los industriales buscan disminuir costos pero “[no] están dispuestos a aportar ni un mínimo de sus ganancias para un desarrollo equitativo” (Los de abajo, 2000, p. 184).
Se observa que, por lo anterior, ninguna de las estrategias impuestas por el gobierno ha sido satisfactoria a la hora de disminuir las tasas de desempleo, lo que lleva a aumentar los niveles de informalidad y las complicaciones que esta conlleva, como la invasión al espacio público a causa de la concentración de comerciantes, congestión, contaminación, deterioro e inseguridad en el sector donde se ubican.
De otro lado, según la OIT, la falta de protección social se convierte en una característica definitoria de la economía informal y en un aspecto crítico de la exclusión social; así, quienes se encuentran en este sector son los más necesitados de bienestar y protección, no solo por su inestabilidad laboral y la inseguridad de ingresos, sino también porque afrontan mayores riesgos para la seguridad y la salud (OIT, citado por Echavarría, S. 2002). En este sentido, ante las reiterativas crisis económicas del país y de Latinoamérica, evidenciadas en el aumento del desempleo, la caída y el estancamiento de la producción y el endeudamiento de los países, que se reflejan a nivel micro en el desmejoramiento de las condiciones de vida de las personas, especialmente la población más vulnerable, se generan estrategias de participación económica a través del autoempleo y trabajo informal, estrategias que en muchos casos trascienden el ámbito individual confluyendo en redes y tejidos urbanos (Herrera & Morales, 2005). Con la recuperación de la colectividad y de las relaciones sociales a través de redes, se busca reivindicar los derechos que han ido perdiendo los trabajadores ante las realidades excluyentes que se imponen en la sociedad contemporánea, y gestionar mejores condiciones de vida.
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