Anualmente nacen 12,9 millones de bebés en el mundo, de los cuales el 9.6 % son prematuros. Cerca de 11 millones (85%) de estos nacimientos prematuros se dan en África y Asia; en Europa y América del Norte, 500 mil, y en Latinoamérica 900 mil. (Beck et al., 2010) Los bebés que nacen prematuramente presentan riesgos en diferentes niveles: el primero de ellos se presenta a corto plazo en su desarrollo físico, que tiene que ver con un retraso en la maduración de su sistema neurológico. Esto afecta el sistema de regulación de procesos psicológicos, como la succión y alimentación, el estrés, la capacidad de atención y la termorregulación (Anderson y Doyle, 2008).
A largo plazo y en el desarrollo social del bebé, se evidencia una alta tendencia a presentar problemas de comportamiento, tales como hiperactividad y baja tolerancia a la frustración (Nadeau, Boivin, Tessier, Lefebvre y Robaey, 2001).
Es posible contribuir a la disminución de estos efectos en el bebé prematuro realizando intervenciones psicológicas inmediatamente después de su nacimiento, en la unidad de cuidados intensivos. Estos cambios son posibles porque se trata de un momento en el que el sistema nervioso está en proceso de desarrollo y crecimiento, receptivo a todo tipo de estimulación capaz de generar reacciones notables. Se pueden lograr cambios en la coloración, la estabilización de la frecuencia en la respiración y ritmo cardiaco (Elirenkranz et al., 1948) así como pautas adecuadas de cuidado, identificación de necesidades y formación del vínculo por parte de los padres. Intervenciones como un protocolo de estimulación kinestésica o masaje y el método madre canguro pueden contribuir a la maduración del sistema neurológico, disminuir la probabilidad de muerte y reducir el impacto en su desarrollo a largo plazo.
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